LAS VIRTUDES FUNDAMENTALES O
CARDINALES.
(Bibliografía: Las virtudes
fundamentales, de Josef Pieper).
1. Concepto y origen
El ser humano posee una serie de
potencialidades que puede ir perfeccionando a lo largo de su vida. Por lo
mismo, tiene la capacidad de desplegar una cantidad considerable de virtudes
posibles, como la valentía, la honradez, la mesura, la paciencia, la
generosidad, la perseverancia, la responsabilidad, el orden, en fin, la lista
podría ser enorme. Sin embargo, ¿existirá alguna o algunas virtudes más
fundamentales que otras?
La respuesta es afirmativa. Hay
virtudes fundamentales, llamadas por lo mismo cardinales (del griego cardo, que
significa gozne o quicio), que “sostienen” a las restantes a modo de cimientos.
Son cuatro: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.
El hecho de que sean la base de las
demás implica que, en un hombre virtuoso, se encontrarán desarrolladas en
proporciones más o menos iguales; y, a la vez, que para conseguir alguna en
particular será necesario desarrollar también las otras en mayor o menor grado.
Es decir, son interdependientes, se relacionan entre sí y se “alimentan” unas a
otras. En efecto, resulta improbable que alguien que sea extremadamente justo
sea, al mismo tiempo, débil, destemplado e imprudente; y lo mismo puede decirse
de las demás virtudes. Pero, y con todo, ¿por qué esto es así? Porque el hombre
es una unidad; y en cuanto tal –y a pesar de estar constituido de partes
distinguibles, no separables—, lo que realiza en un ámbito repercute en los
restantes. No puede “parcelar” su actividad como si se tratara de
compartimentos estancos.
Veremos a continuación cada una de
las virtudes cardinales por separado, a efectos de ilustrar mejor su naturaleza
y características.
2. La templanza
La templanza es la virtud moral que
modera la atracción de los placeres sensibles o deseos, y procura un equilibrio
en el uso de los bienes. De esta manera, asegura el dominio de la voluntad
sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. No
anula, sino que orienta y regula los apetitos sensibles, y la manera de
satisfacerlos. Así, por ejemplo, no suprime el deseo de comer pero regula cómo
y en qué cantidades hacerlo, de modo que no se sobrepase los límites razonables
(que son, a su vez y por lo mismo, los
templados).
La templanza, también llamada
moderación, está referida al tipo de respuesta que la persona debe producir
frente a los placeres sensibles y a los deseos vinculados con ellos, llamados
también apetitivos. Estos deseos, que dicen relación con las funciones
fisiológicas, son los de alimento, bebida y la satisfacción del impulso sexual.
La moderación, en cuanto virtud,
constituye el término medio entre dos extremos igualmente viciosos Así, por el
lado del exceso el vicio se llama intemperancia o desenfreno, y por el lado del
defecto insensibilidad. Dicho de otro modo, frente al apetito del gozo sensible
en sus tres formas, existe la posibilidad del más, del menos y del justo medio.
La moderación es el justo medio, y constituye lo mejor.
Para Aristóteles, el moderado es
aquel que no sólo se abstiene sino que siente repugnancia frente al tipo de
placer que busca lo inmoderado o desenfrenado, y a la forma en que lo busca.
Teniendo en cuenta que todos comemos y bebemos, y que muchos satisfacen deseos
sexuales, la diferencia entre el moderado y el desenfrenado radica en el cómo,
cuándo, dónde y qué medida satisface dichos impulsos o deseos.
Digamos que el moderado es como un
gentleman, que cuando ve a alguien comer en exceso le parece una barbaridad.
Para Aristóteles, el moderado
encuentra gozo en aquellas cosas que son sanas y adecuadas, y que corresponden
a los estándares de la moderación. Dichos estándares no son una lista abstracta
a la que todos debemos ajustarnos por igual, sino que dependen de cada uno y de
otros múltiples factores. Así, por ejemplo, la alimentación adecuada para un
atleta no es la misma que para una persona de vida sedentaria; aunque para
ambos hay una medida adecuada y el deber de moderación.
3. La fortaleza o valentía
La fortaleza es la virtud moral que
asegura, en las dificultades, la firmeza y constancia en la búsqueda y práctica
del bien. Es la actitud de superar los obstáculos, de obrar pese a las
dificultades.
La fortaleza es un término medio
entre dos extremos igualmente perniciosos: la temeridad y la cobardía.
Ante el bien difícil de conseguir o
el mal difícil de evitar, pueden darse dos actitudes fundamentales: temor
(resistir, soportar, sostener; sustienere mala) y audacia (atacar, agredir;
aggredi pericula).
Sustienere mala refiere al miedo o al
cansancio que provoca un daño, un mal, una dificultad o un enemigo. Sin
embargo, la esencia de la fortaleza no es no tener miedo, sino actuar a pesar
de él. Ser fuerte no es ser impávido o presumido, pues eso significaría o no
conocer la realidad o poseer un desorden en el amor. Amor y temor se
condicionan mutuamente: cuando nada se ama, nada se teme. Trastocar el amor es
trastocar el temor: no amar al hijo es no temer perderlo. De lo que trata la
fortaleza es de la justa medida.
El hombre fuerte es consciente del
mal, no es un ingenuo ni iluso. Lo ve, lo capta, lo siente pasionalmente. Pero
ni ama la muerte ni desprecia la vida. Como decíamos, la esencia de la
fortaleza no es no sentir miedo, sino impedir que el miedo fuerce a hacer el
mal o a dejar de hacer el bien. Su esencia no es desconocer el miedo, sino
hacer el bien. Se debe temer lo temido, pero hay que conseguir el bien con
miedo, con esfuerzo, con dolor y con resistencia. Valiente es quien tiene la
conciencia de sentir miedo razonable cuando las cosas no ofrecen otra opción.
Se puede hacer frente al posible daño
de dos modos: resistiendo o atacando. El acto principal de la fortaleza no es
atacar sino resistir. Prima el soportar, aunque no se trata de una pura
resignación pasiva.
Ocurre que no se trata de que en sí
mismo sea más valeroso resistir que atacar –a veces, incluso, sucede al revés—,
sino de que, en casos extremos, la resistencia es la única opción que queda:
por decirlo así, resulta el último recurso de la fortaleza. Como ya no existe
otra forma de oponerse a un mal que resistir, no es pasividad sino un acto de
la voluntad, una actividad del alma de fortísima adhesión al bien: la
perseverancia en el amor
al bien ante los daños que puedan
sobrevenir. Así, resistir es pasivo sólo externamente: internamente existe una
fuerte perseverancia del amor que nutre al cuerpo y al alma ante los ultrajes,
las heridas y la muerte (en esto, la fortaleza se asemeja a la paciencia).
4. La prudencia
La prudencia es la primera y más
importante virtud cardinal, puesto que las otras dependen de ella.
La prudencia –que no significa
“cautela”—es la capacidad de ver las cosas correctamente, de apreciar la
realidad en su adecuada dimensión. Implica el recto juicio de las
circunstancias del caso, para saber qué hacer, aplicando la norma general que
regula la materia a ese caso en particular. O, dicho de otra manera, dispone a
la razón práctica para discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y
elegir los medios más rectos para hacerlo. Por eso, Josef Pieper la ha llamado
también objetividad.
El contacto objetivo y desprejuiciado
con la realidad resulta vital, particularmente si recordamos que la prudencia
es una virtud moral –aunque, por sus características, es también intelectual—y
que, por lo mismo, se encuentra dentro de la actividad práctica.
Como la razón práctica tiene interés
por saber “qué debe hacerse” y/o “cómo debe actuarse”, una correcta apreciación
de las circunstancias resulta imprescindible.
De la prudencia dependerá la forma en
que actuemos en cada caso. Ahora bien, ¿qué pauta ocuparemos? ¿Qué nos señalará
la dirección correcta? Dado que no cualquier obrar del sujeto es indiferente, o
lo que es lo mismo, que no todo uso de la libertad es igualmente aceptable, la
ética será la encargada de dárnosla.
No obstante, la mera enunciación de
la ética no basta. En efecto, la ética, que para su mejor comprensión se
expresa en normas –aunque puede descubrirse observando atentamente al ser
humano—, es, por lo mismo, un precepto general. Siendo así, resulta evidente
que, por su misma generalidad, sólo nos proporcionará una guía básica; que
distará mucho de la solución específica para un caso determinado. ¿Qué hacer?
La solución viene dada por la virtud de la prudencia: gracias a ella se podrá
aplicar al caso concreto la norma general que resume un precepto ético,
teniendo en cuenta los fines que se pretenden conseguir y los medios con los
que se cuenta.
Un buen ejemplo al respecto es el del
juez. Ante un caso puntual, por ejemplo un robo, sabe perfectamente qué norma o
normas legales aplicar una vez que se han comprobado los hechos. Pero resulta
claro que no podrá emplear la norma general de manera directa; antes bien,
entrará a ponderar todas las circunstancias particulares de la especie para así
adaptar esa norma general al caso concreto, y obtener una sentencia lo más
justa posible.
Debido a lo anterior, la prudencia no
es deductiva. Dicho de manera muy simple, la deducción consiste en sacar
conclusiones lógicas de un principio, pasando de lo general a lo particular.
Por lo mismo, dichas conclusiones ya se encuentran implícitas en el principio.
Esto puede expresarse diciendo que ante “tal” evento, con “tales”
circunstancias, la consecuencia “lógica” será previsible precisamente por ser
“lógica” y evidente; y de su resultado, por el mismo motivo, puede anticiparse
un nuevo desenlace. Es decir, nos encontramos ante una cadena de causas y
efectos que va desde lo más general a lo más particular. Debido a que las
deducciones evidentes que se siguen de los principios –aun cuando signifique un
gran esfuerzo intelectual llegar a ellas—ya se encontraban implícitas en
aquéllos, no se adquiere un nuevo conocimiento en su aplicación sino que sólo
se explicita uno que ya se tenía.
Aunque el razonamiento anterior es
aplicable en los campos de la necesariedad, es decir, donde ante “tal” causa se
dará “tal” efecto y no otro (la ciencia, por ejemplo), cuando nos referimos al
actuar del hombre el terreno es completamente distinto. ¿La razón? A diferencia
de la materia inerte o de los seres inferiores, el hombre posee libertad.
La libertad, que es original y
originaria, supone una cierta indeterminación a efectos de prever los actos
humanos. Las cosas pueden ser de una u otra manera y el terreno es el de lo
contingente, es decir, de aquello que puede tener una multitud de variantes.
A lo sumo podrá pronosticarse de
forma aproximada un posible comportamiento; pero jamás lo conoceremos con
exactitud, hasta que haya ocurrido. Por lo anterior, un sistema
deductivo que pretenda anticipar con precisión matemática el futuro, no es
aplicable al hombre precisamente porque es libre y no está determinado. Así, la
prudencia no es deductiva. Por el contrario, y precisamente por
existir la libertad, es que se requiere de la prudencia: porque nos encontramos
en el terreno de lo contingente y ante los mismos hechos existen varias
alternativas. A decir verdad, lo cierto es que nunca nos encontramos con dos
hechos exactamente iguales: siempre existen circunstancias especiales que les
dan cierta originalidad. Por eso, no puede aplicarse un principio general “en
serie” como si fuera una especie de “comodín”; antes bien, pese a existir una
guía o pauta fundamental –la norma moral—, será imperioso buscar la solución
particular que sirva al caso particular.
Ello se logrará mediante la
prudencia, que aplicará el precepto general al caso concreto.
Lo que en cierta manera “incomoda”
respecto a la prudencia es esta cierta indeterminación en la solución por la
que se optará; es decir, en que no haya manera de prever exactamente qué hacer.
Sin embargo, dicha indeterminación es el “precio” que debemos pagar a causa de
nuestra libertad y el motivo por el cual requerimos, precisamente, de la
prudencia.
5. La justicia
La justicia es el hábito que inclina
a la voluntad a dar a cada uno lo suyo. Inspirado en esto, Santo Tomás de
Aquino dice que es “la virtud permanente y constante de la voluntad que ordena
al hombre en las cosas relacionadas al otro a darle lo que le corresponde.” De
ahí viene “ajustar”, lo que denota cierta igualdad en relación a otro.
Todas las virtudes morales aspiran a
un doble perfeccionamiento: subjetivo y objetivo. Esto es, tienden a
perfeccionar al hombre –sujeto– y a sus acciones –objeto–. En este sentido la
justicia es igual a las demás virtudes. Pero posee un rasgo que le es exclusivo
y propio: con ella puede obtenerse la perfección objetiva de un acto sin
necesidad de perfección subjetiva.
Las demás virtudes se refieren
directa y esencialmente a la intención del agente, ya que su deseo es
perfeccionar al hombre en relación a su fin (lo que no obsta, por cierto, a que
se manifiesten en actos externos). En ellas importa sobre todo lo interior,
pues el fin reside en el agente mismo. En la justicia, en cambio, la naturaleza
de su objeto hace que la perfección y el valor estén dados y medidos no sólo
por su relación con el sujeto actuante sino con un otro para quien la
disposición moral de aquél es (o puede ser) indiferente. Es decir, refiere a
otro antes que al agente.
En efecto, se da el nombre de justo a
aquello que, realizando la rectitud de la justicia, es su expresión en un acto,
sin tener en cuenta cómo lo ejecuta el agente (“cómo” en el sentido subjetivo).
A diferencia de las demás virtudes, donde no se califica algo de recto sino en
atención a ese cómo del agente, en la justicia su objeto se determina por sí
mismo: aquello que llamamos lo justo. Tal es el caso del derecho, cuyo objeto
evidente es la justicia.
Por ello, como el fin de la justicia
es adecuar los actos externos con algo extrínseco al sujeto (el otro), “lo
suyo” cabe que se cumpla sin la virtud interior. Dado que su contenido se ve en
sentido objetivo, basta con ello.
Sin embargo, lo interior puede hacer
más perfecto el acto, haciendo mejor al que actúa. Por lo mismo, la justicia es
divisible en interior y exterior. Así, hay dos formas de cumplirla y con
distintos efectos:
1) con ánimo justo, en el que existe
una total perfección, ya que hay concordancia entre lo interno y lo externo, y
existe realmente virtud; y
2) sin ánimo justo, o lo que es lo
mismo, con ánimo hostil, en el que la acción externa, aunque justa, es
solamente eso; pues no ha llevado aparejado el ánimo recto ni la virtud. El
acto no deja de ser justo per es menos perfecto.
En este segundo caso, sólo el acto es
bueno; en el primero, además se hace bueno el agente. Por ello, y desde otro
ángulo, al segundo caso se le entiende un orden; y al primero, orden y virtud.
Por lo mismo, en el segundo cabe la
coacción. Por ser un acto meramente externo, lo mínimo que se exige por la
justicia en aras al bien común, será lícito conseguirlo aún a través de la
coacción. Dicho en otros términos: como sus propiedades son la alteridad y la
exigencia de un deber, pueden conseguirse incluso con el eventual uso de la
fuerza.
¿Y la ley? La ley no es el derecho,
ya que derecho es la cosa justa. La ley, a su servicio, viene a aclarar,
concretar, concluir, determinar o adaptar al derecho en una fórmula racional,
por ser la ley un acto de la razón. Por ello, para Santo Tomás la ley humana
ocupa un lugar secundario: debe tener un contenido justo y propender a que a
cada uno se le dé lo suyo en vistas al bien común.
El derecho, por su parte (el ius), y
siguiendo a Aristóteles, es la cosa justa, aquello que se da o hace para otro.
Es algo adecuado a otro según cierto modo de igualdad, sea por la naturaleza de
las cosas o por la convención humana. Al ser el ius una “cosa”, se desprende
que el derecho es el objeto de la justicia. La justicia, la virtud de dar a
cada uno lo suyo, implica que hay que entregar –o hacer – “algo”; y ese “algo”,
lo debido, es la cosa que se debe a otro; de lo que se concluye que esa “cosa”
es el ius: el derecho, el objeto, aquello sobre lo que versa o recae la
justicia. Por eso es que el derecho es el objeto de la justicia; y la ley viene
a determinar, en el caso concreto, qué es lo debido, la cosa debida.
Por cierto, y vista así, la justicia
sólo refiere a su parte externa, como orden, donde no se toma en cuenta el
ánimo o disposición moral del obligado. Así se entiende que uno de sus
requisitos sea que su contenido propenda a dar a cada uno su derecho, y no que
la ley se quiera convertir en el derecho.
Santo Tomás distingue tres tipos de
justicia:
1) Justicia legal o general.
“General” por abrazar a todas las demás virtudes y orientarlas al bien común
valiéndose de ellas; y “legal” porque sus exigencias son conocidas e impuestas
por la ley. Exige el cumplimiento de las leyes y versa sobre lo que el
individuo debe a la comunidad. Los particulares deben adaptar su comportamiento
a dicho requerimiento, siempre que se derive de la ley natural, puesto que son
partes del todo social y, por lo mismo, se ordenan a él.
Esta justicia es determinada por los
gobernantes, guardadores del bien común, y por lo mismo, servidores de la
comunidad. Siendo ellos los sujetos activos, indirectamente benefician a todos
ya que su fin es el bien común.
2) Justicia distributiva. A la
inversa de la justicia legal, aquí son los individuos los sujetos activos,
puesto que al todo no le son indiferentes las partes. Es la sociedad la que
distribuye entre sus miembros lo que les debe en razón de un principio
igualador. Pero igualdad no implica dar a todos lo mismo, pues el mérito de
cada uno en relación a los demás es diferente. De ahí que exista una
distribución proporcional, en que se ven las necesidades de cada uno, siendo su
objeto los bienes y cargas que se asignan a cada individuo. Si bien las cargas
podrían corresponder a la justicia legal, refieren a la distributiva porque en
ellas entra en juego la proporción y no la mera reproducción “en serie”, como
en la legal. Por último, pese a estar orientada al bien de cada uno,
indirectamente contribuye al bien común.
3) Justicia conmutativa o entre
particulares, su fundamento es también la dignidad de la persona y el respeto
mutuo derivado de ella. Rige en este campo la reciprocidad, es decir, que los
derechos son equivalentes a los deberes; y la igualdad, que no refiere al
mérito sino que toma en cuenta exclusivamente el objeto, lo dado: la igualdad
de cosa a cosa sin importar las partes, procurándose su equivalencia objetiva.
La justicia conmutativa se divide a
su vez en:
a) justicia voluntaria, es decir,
aquella que está referida al campo de los acuerdos, convenciones y contratos
entre particulares, primando la voluntad de ellos para realizarlos o no; y
b) justicia involuntaria, aquella en
que se desea restablecer la igualdad debida en virtud de una reparación,
pudiendo obligarse al sujeto pasivo en caso necesario, incluso por la fuerza.
Digamos, por último, que la justicia
distributiva y la conmutativa están dentro de la justicia particular, en
contraposición a la justicia general o legal.