viernes, 12 de agosto de 2022

LAS VIRTUDES FUNDAMENTALES O CARDINALES

 

LAS VIRTUDES FUNDAMENTALES O CARDINALES.

(Bibliografía: Las virtudes fundamentales, de Josef Pieper).

 

1. Concepto y origen

El ser humano posee una serie de potencialidades que puede ir perfeccionando a lo largo de su vida. Por lo mismo, tiene la capacidad de desplegar una cantidad considerable de virtudes posibles, como la valentía, la honradez, la mesura, la paciencia, la generosidad, la perseverancia, la responsabilidad, el orden, en fin, la lista podría ser enorme. Sin embargo, ¿existirá alguna o algunas virtudes más fundamentales que otras?

La respuesta es afirmativa. Hay virtudes fundamentales, llamadas por lo mismo cardinales (del griego cardo, que significa gozne o quicio), que “sostienen” a las restantes a modo de cimientos. Son cuatro: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

El hecho de que sean la base de las demás implica que, en un hombre virtuoso, se encontrarán desarrolladas en proporciones más o menos iguales; y, a la vez, que para conseguir alguna en particular será necesario desarrollar también las otras en mayor o menor grado. Es decir, son interdependientes, se relacionan entre sí y se “alimentan” unas a otras. En efecto, resulta improbable que alguien que sea extremadamente justo sea, al mismo tiempo, débil, destemplado e imprudente; y lo mismo puede decirse de las demás virtudes. Pero, y con todo, ¿por qué esto es así? Porque el hombre es una unidad; y en cuanto tal –y a pesar de estar constituido de partes distinguibles, no separables—, lo que realiza en un ámbito repercute en los restantes. No puede “parcelar” su actividad como si se tratara de compartimentos estancos.

Veremos a continuación cada una de las virtudes cardinales por separado, a efectos de ilustrar mejor su naturaleza y características.

 

2. La templanza

La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres sensibles o deseos, y procura un equilibrio en el uso de los bienes. De esta manera, asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. No anula, sino que orienta y regula los apetitos sensibles, y la manera de satisfacerlos. Así, por ejemplo, no suprime el deseo de comer pero regula cómo y en qué cantidades hacerlo, de modo que no se sobrepase los límites razonables (que son, a su vez y por lo mismo, los

templados).

La templanza, también llamada moderación, está referida al tipo de respuesta que la persona debe producir frente a los placeres sensibles y a los deseos vinculados con ellos, llamados también apetitivos. Estos deseos, que dicen relación con las funciones fisiológicas, son los de alimento, bebida y la satisfacción del impulso sexual.

La moderación, en cuanto virtud, constituye el término medio entre dos extremos igualmente viciosos Así, por el lado del exceso el vicio se llama intemperancia o desenfreno, y por el lado del defecto insensibilidad. Dicho de otro modo, frente al apetito del gozo sensible en sus tres formas, existe la posibilidad del más, del menos y del justo medio. La moderación es el justo medio, y constituye lo mejor.

Para Aristóteles, el moderado es aquel que no sólo se abstiene sino que siente repugnancia frente al tipo de placer que busca lo inmoderado o desenfrenado, y a la forma en que lo busca. Teniendo en cuenta que todos comemos y bebemos, y que muchos satisfacen deseos sexuales, la diferencia entre el moderado y el desenfrenado radica en el cómo, cuándo, dónde y qué medida satisface dichos impulsos o deseos.

Digamos que el moderado es como un gentleman, que cuando ve a alguien comer en exceso le parece una barbaridad.

Para Aristóteles, el moderado encuentra gozo en aquellas cosas que son sanas y adecuadas, y que corresponden a los estándares de la moderación. Dichos estándares no son una lista abstracta a la que todos debemos ajustarnos por igual, sino que dependen de cada uno y de otros múltiples factores. Así, por ejemplo, la alimentación adecuada para un atleta no es la misma que para una persona de vida sedentaria; aunque para ambos hay una medida adecuada y el deber de moderación.

 

3. La fortaleza o valentía

La fortaleza es la virtud moral que asegura, en las dificultades, la firmeza y constancia en la búsqueda y práctica del bien. Es la actitud de superar los obstáculos, de obrar pese a las dificultades.

La fortaleza es un término medio entre dos extremos igualmente perniciosos: la temeridad y la cobardía.

Ante el bien difícil de conseguir o el mal difícil de evitar, pueden darse dos actitudes fundamentales: temor (resistir, soportar, sostener; sustienere mala) y audacia (atacar, agredir; aggredi pericula).

Sustienere mala refiere al miedo o al cansancio que provoca un daño, un mal, una dificultad o un enemigo. Sin embargo, la esencia de la fortaleza no es no tener miedo, sino actuar a pesar de él. Ser fuerte no es ser impávido o presumido, pues eso significaría o no conocer la realidad o poseer un desorden en el amor. Amor y temor se condicionan mutuamente: cuando nada se ama, nada se teme. Trastocar el amor es trastocar el temor: no amar al hijo es no temer perderlo. De lo que trata la fortaleza es de la justa medida.

El hombre fuerte es consciente del mal, no es un ingenuo ni iluso. Lo ve, lo capta, lo siente pasionalmente. Pero ni ama la muerte ni desprecia la vida. Como decíamos, la esencia de la fortaleza no es no sentir miedo, sino impedir que el miedo fuerce a hacer el mal o a dejar de hacer el bien. Su esencia no es desconocer el miedo, sino hacer el bien. Se debe temer lo temido, pero hay que conseguir el bien con miedo, con esfuerzo, con dolor y con resistencia. Valiente es quien tiene la conciencia de sentir miedo razonable cuando las cosas no ofrecen otra opción.

Se puede hacer frente al posible daño de dos modos: resistiendo o atacando. El acto principal de la fortaleza no es atacar sino resistir. Prima el soportar, aunque no se trata de una pura resignación pasiva.

Ocurre que no se trata de que en sí mismo sea más valeroso resistir que atacar –a veces, incluso, sucede al revés—, sino de que, en casos extremos, la resistencia es la única opción que queda: por decirlo así, resulta el último recurso de la fortaleza. Como ya no existe otra forma de oponerse a un mal que resistir, no es pasividad sino un acto de la voluntad, una actividad del alma de fortísima adhesión al bien: la perseverancia en el amor

al bien ante los daños que puedan sobrevenir. Así, resistir es pasivo sólo externamente: internamente existe una fuerte perseverancia del amor que nutre al cuerpo y al alma ante los ultrajes, las heridas y la muerte (en esto, la fortaleza se asemeja a la paciencia).

 

4. La prudencia

La prudencia es la primera y más importante virtud cardinal, puesto que las otras dependen de ella.

La prudencia –que no significa “cautela”—es la capacidad de ver las cosas correctamente, de apreciar la realidad en su adecuada dimensión. Implica el recto juicio de las circunstancias del caso, para saber qué hacer, aplicando la norma general que regula la materia a ese caso en particular. O, dicho de otra manera, dispone a la razón práctica para discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y elegir los medios más rectos para hacerlo. Por eso, Josef Pieper la ha llamado también objetividad.

El contacto objetivo y desprejuiciado con la realidad resulta vital, particularmente si recordamos que la prudencia es una virtud moral –aunque, por sus características, es también intelectual—y que, por lo mismo, se encuentra dentro de la actividad práctica.

Como la razón práctica tiene interés por saber “qué debe hacerse” y/o “cómo debe actuarse”, una correcta apreciación de las circunstancias resulta imprescindible.

De la prudencia dependerá la forma en que actuemos en cada caso. Ahora bien, ¿qué pauta ocuparemos? ¿Qué nos señalará la dirección correcta? Dado que no cualquier obrar del sujeto es indiferente, o lo que es lo mismo, que no todo uso de la libertad es igualmente aceptable, la ética será la encargada de dárnosla.

No obstante, la mera enunciación de la ética no basta. En efecto, la ética, que para su mejor comprensión se expresa en normas –aunque puede descubrirse observando atentamente al ser humano—, es, por lo mismo, un precepto general. Siendo así, resulta evidente que, por su misma generalidad, sólo nos proporcionará una guía básica; que distará mucho de la solución específica para un caso determinado. ¿Qué hacer? La solución viene dada por la virtud de la prudencia: gracias a ella se podrá aplicar al caso concreto la norma general que resume un precepto ético, teniendo en cuenta los fines que se pretenden conseguir y los medios con los que se cuenta.

Un buen ejemplo al respecto es el del juez. Ante un caso puntual, por ejemplo un robo, sabe perfectamente qué norma o normas legales aplicar una vez que se han comprobado los hechos. Pero resulta claro que no podrá emplear la norma general de manera directa; antes bien, entrará a ponderar todas las circunstancias particulares de la especie para así adaptar esa norma general al caso concreto, y obtener una sentencia lo más

justa posible.

Debido a lo anterior, la prudencia no es deductiva. Dicho de manera muy simple, la deducción consiste en sacar conclusiones lógicas de un principio, pasando de lo general a lo particular. Por lo mismo, dichas conclusiones ya se encuentran implícitas en el principio. Esto puede expresarse diciendo que ante “tal” evento, con “tales” circunstancias, la consecuencia “lógica” será previsible precisamente por ser “lógica” y evidente; y de su resultado, por el mismo motivo, puede anticiparse un nuevo desenlace. Es decir, nos encontramos ante una cadena de causas y efectos que va desde lo más general a lo más particular. Debido a que las deducciones evidentes que se siguen de los principios –aun cuando signifique un gran esfuerzo intelectual llegar a ellas—ya se encontraban implícitas en aquéllos, no se adquiere un nuevo conocimiento en su aplicación sino que sólo se explicita uno que ya se tenía.

Aunque el razonamiento anterior es aplicable en los campos de la necesariedad, es decir, donde ante “tal” causa se dará “tal” efecto y no otro (la ciencia, por ejemplo), cuando nos referimos al actuar del hombre el terreno es completamente distinto. ¿La razón? A diferencia de la materia inerte o de los seres inferiores, el hombre posee libertad.

La libertad, que es original y originaria, supone una cierta indeterminación a efectos de prever los actos humanos. Las cosas pueden ser de una u otra manera y el terreno es el de lo contingente, es decir, de aquello que puede tener una multitud de variantes.

A lo sumo podrá pronosticarse de forma aproximada un posible comportamiento; pero jamás lo conoceremos con exactitud, hasta que haya ocurrido.  Por lo anterior, un sistema deductivo que pretenda anticipar con precisión matemática el futuro, no es aplicable al hombre precisamente porque es libre y no está determinado. Así, la prudencia no es deductiva.  Por el contrario, y precisamente por existir la libertad, es que se requiere de la prudencia: porque nos encontramos en el terreno de lo contingente y ante los mismos hechos existen varias alternativas. A decir verdad, lo cierto es que nunca nos encontramos con dos hechos exactamente iguales: siempre existen circunstancias especiales que les dan cierta originalidad. Por eso, no puede aplicarse un principio general “en serie” como si fuera una especie de “comodín”; antes bien, pese a existir una guía o pauta fundamental –la norma moral—, será imperioso buscar la solución particular que sirva al caso particular.

Ello se logrará mediante la prudencia, que aplicará el precepto general al caso concreto.

Lo que en cierta manera “incomoda” respecto a la prudencia es esta cierta indeterminación en la solución por la que se optará; es decir, en que no haya manera de prever exactamente qué hacer. Sin embargo, dicha indeterminación es el “precio” que debemos pagar a causa de nuestra libertad y el motivo por el cual requerimos, precisamente, de la prudencia.

 

5. La justicia

La justicia es el hábito que inclina a la voluntad a dar a cada uno lo suyo. Inspirado en esto, Santo Tomás de Aquino dice que es “la virtud permanente y constante de la voluntad que ordena al hombre en las cosas relacionadas al otro a darle lo que le corresponde.” De ahí viene “ajustar”, lo que denota cierta igualdad en relación a otro.

Todas las virtudes morales aspiran a un doble perfeccionamiento: subjetivo y objetivo. Esto es, tienden a perfeccionar al hombre –sujeto– y a sus acciones –objeto–. En este sentido la justicia es igual a las demás virtudes. Pero posee un rasgo que le es exclusivo y propio: con ella puede obtenerse la perfección objetiva de un acto sin necesidad de perfección subjetiva.

Las demás virtudes se refieren directa y esencialmente a la intención del agente, ya que su deseo es perfeccionar al hombre en relación a su fin (lo que no obsta, por cierto, a que se manifiesten en actos externos). En ellas importa sobre todo lo interior, pues el fin reside en el agente mismo. En la justicia, en cambio, la naturaleza de su objeto hace que la perfección y el valor estén dados y medidos no sólo por su relación con el sujeto actuante sino con un otro para quien la disposición moral de aquél es (o puede ser) indiferente. Es decir, refiere a otro antes que al agente.

En efecto, se da el nombre de justo a aquello que, realizando la rectitud de la justicia, es su expresión en un acto, sin tener en cuenta cómo lo ejecuta el agente (“cómo” en el sentido subjetivo). A diferencia de las demás virtudes, donde no se califica algo de recto sino en atención a ese cómo del agente, en la justicia su objeto se determina por sí mismo: aquello que llamamos lo justo. Tal es el caso del derecho, cuyo objeto evidente es la justicia.

Por ello, como el fin de la justicia es adecuar los actos externos con algo extrínseco al sujeto (el otro), “lo suyo” cabe que se cumpla sin la virtud interior. Dado que su contenido se ve en sentido objetivo, basta con ello.

Sin embargo, lo interior puede hacer más perfecto el acto, haciendo mejor al que actúa. Por lo mismo, la justicia es divisible en interior y exterior. Así, hay dos formas de cumplirla y con distintos efectos:

1) con ánimo justo, en el que existe una total perfección, ya que hay concordancia entre lo interno y lo externo, y existe realmente virtud; y

2) sin ánimo justo, o lo que es lo mismo, con ánimo hostil, en el que la acción externa, aunque justa, es solamente eso; pues no ha llevado aparejado el ánimo recto ni la virtud. El acto no deja de ser justo per es menos perfecto.

En este segundo caso, sólo el acto es bueno; en el primero, además se hace bueno el agente. Por ello, y desde otro ángulo, al segundo caso se le entiende un orden; y al primero, orden y virtud.

Por lo mismo, en el segundo cabe la coacción. Por ser un acto meramente externo, lo mínimo que se exige por la justicia en aras al bien común, será lícito conseguirlo aún a través de la coacción. Dicho en otros términos: como sus propiedades son la alteridad y la exigencia de un deber, pueden conseguirse incluso con el eventual uso de la fuerza.

¿Y la ley? La ley no es el derecho, ya que derecho es la cosa justa. La ley, a su servicio, viene a aclarar, concretar, concluir, determinar o adaptar al derecho en una fórmula racional, por ser la ley un acto de la razón. Por ello, para Santo Tomás la ley humana ocupa un lugar secundario: debe tener un contenido justo y propender a que a cada uno se le dé lo suyo en vistas al bien común.

El derecho, por su parte (el ius), y siguiendo a Aristóteles, es la cosa justa, aquello que se da o hace para otro. Es algo adecuado a otro según cierto modo de igualdad, sea por la naturaleza de las cosas o por la convención humana. Al ser el ius una “cosa”, se desprende que el derecho es el objeto de la justicia. La justicia, la virtud de dar a cada uno lo suyo, implica que hay que entregar –o hacer – “algo”; y ese “algo”, lo debido, es la cosa que se debe a otro; de lo que se concluye que esa “cosa” es el ius: el derecho, el objeto, aquello sobre lo que versa o recae la justicia. Por eso es que el derecho es el objeto de la justicia; y la ley viene a determinar, en el caso concreto, qué es lo debido, la cosa debida.

Por cierto, y vista así, la justicia sólo refiere a su parte externa, como orden, donde no se toma en cuenta el ánimo o disposición moral del obligado. Así se entiende que uno de sus requisitos sea que su contenido propenda a dar a cada uno su derecho, y no que la ley se quiera convertir en el derecho.

Santo Tomás distingue tres tipos de justicia:

1) Justicia legal o general. “General” por abrazar a todas las demás virtudes y orientarlas al bien común valiéndose de ellas; y “legal” porque sus exigencias son conocidas e impuestas por la ley. Exige el cumplimiento de las leyes y versa sobre lo que el individuo debe a la comunidad. Los particulares deben adaptar su comportamiento a dicho requerimiento, siempre que se derive de la ley natural, puesto que son partes del todo social y, por lo mismo, se ordenan a él.

Esta justicia es determinada por los gobernantes, guardadores del bien común, y por lo mismo, servidores de la comunidad. Siendo ellos los sujetos activos, indirectamente benefician a todos ya que su fin es el bien común.

2) Justicia distributiva. A la inversa de la justicia legal, aquí son los individuos los sujetos activos, puesto que al todo no le son indiferentes las partes. Es la sociedad la que distribuye entre sus miembros lo que les debe en razón de un principio igualador. Pero igualdad no implica dar a todos lo mismo, pues el mérito de cada uno en relación a los demás es diferente. De ahí que exista una distribución proporcional, en que se ven las necesidades de cada uno, siendo su objeto los bienes y cargas que se asignan a cada individuo. Si bien las cargas podrían corresponder a la justicia legal, refieren a la distributiva porque en ellas entra en juego la proporción y no la mera reproducción “en serie”, como en la legal. Por último, pese a estar orientada al bien de cada uno, indirectamente contribuye al bien común.

3) Justicia conmutativa o entre particulares, su fundamento es también la dignidad de la persona y el respeto mutuo derivado de ella. Rige en este campo la reciprocidad, es decir, que los derechos son equivalentes a los deberes; y la igualdad, que no refiere al mérito sino que toma en cuenta exclusivamente el objeto, lo dado: la igualdad de cosa a cosa sin importar las partes, procurándose su equivalencia objetiva.

La justicia conmutativa se divide a su vez en:

a) justicia voluntaria, es decir, aquella que está referida al campo de los acuerdos, convenciones y contratos entre particulares, primando la voluntad de ellos para realizarlos o no; y

b) justicia involuntaria, aquella en que se desea restablecer la igualdad debida en virtud de una reparación, pudiendo obligarse al sujeto pasivo en caso necesario, incluso por la fuerza.

Digamos, por último, que la justicia distributiva y la conmutativa están dentro de la justicia particular, en contraposición a la justicia general o legal.

 

DIMENSIONES DE LA PERSONA HUMANA

 DIMENSIONES DE LA PERSONA HUMANA

LILIAN ARELLANO RODRÍGUEZ

 DIMENSIONES DE LA PERSONA HUMANA

LILIAN ARELLANO RODRÍGUEZ

         Cuando decimos “yo” amo, estudio, corro…. Aludimos a un ser único, íntimo, consciente (aunque no siempre) de su ser y actuar… un ser indivisible, en el que, si distinguimos dimensiones, es en orden a estudiar la complejidad propia de su riqueza de ser.  Así, decir “Estoy afectivamente mal”, no significa que sólo está afectada esa dimensión, como si se tratara de la pieza de un rompecabezas que si está defectuosa,  sólo hay que reparar o cambiar por otra, ya que no afecta a las demás, ni al todo.  No estamos compuestos de partes yuxtapuestas (una al lado de otra) sino que somos un ser unitario que, según la situación de vida que estamos viviendo, es el aspecto o dimensión que influye más o menos en lo único real que es el todo.  Es a esta indivisibilidad, unidad real, a la que quiero aludir cuando digo que somos seres “unipluridimensionales”.  Por ello, es importante el ambiente educativo, desde el punto de vista de la comodidad para escuchar, ver, sentarse, aire, luminosidad… buen trato, afectividad, respeto, lenguaje… forma de entregar los conocimientos, trabajo colaborativo, salud de los participantes, capacidad de expresarse y de escuchar…

         La antropología de la educación o estudio del ser humano en cuanto educador, educando y educable, es extensa… Sólo daremos una visión muy fundamental de algunas direcciones que ustedes podrán profundizar durante su trayectoria profesional y algunas cuestiones fundamentales para el saber de la educación y saber pedagógico.

          A diferencia de la mera instrucción, que va dirigida a un aspecto del ser humano, por ejemplo, instrucción en geometría, la educación es dirigida a la persona misma, por lo cual debe ser integra.  Si hablamos de educar la corporalidad, por ejemplo, no estamos refiriéndonos al cuerpo como parte, sino a aquella dimensión humanizada o espiritualizada (como prefieran llamarle) a través de la cual expresamos nuestros afectos ( con el abrazo, por ejemplo), nuestra alegría o sentido del humor, nuestros pensamientos a través del lenguaje, simbolizamos o invocamos con una postura de manos la oración o la señal de la cruz (acorde nuestras creencias), expresamos una vocación artística con el canto o la danza, lo vestimos de una forma u otra según rituales, lo cuidamos según nuestras virtudes, vicios e historia de vida y cultura…

       Sólo haremos una reseña de cada dimensión, pues cada una de ella es tema de más de un semestre.

 

Educación de la corporalidad: Debemos educar nuestras sensaciones, percepciones, movimientos, de tal forma la corporalidad nos presente, represente y sea un medio de realización personal.  Aunque mi esencia no sea de índole corporal, es la corporalidad –aquí, ahora- la que tiene la misión de expresar nuestra presencia.  Digo expresar, pues las cosas se muestran, las personas se expresan.  En la expresión, a través de un aspecto se presenta un todo invisible.  Es a lo que se refería el Principito de Saint Exupery, cuando decía: “Lo esencial es invisible a los ojos”.  A través de la mirada expresamos sentimientos, estados de ánimo, quien soy.  Nuestra postura corporal puede expresar rechazo, juegos de seducción, agresividad, creencias…

                Educación de la afectividad: Debemos educar nuestros afectos, sentimientos, emociones.  Todos tenemos la capacidad de amar pero debemos aprender a amar y ser amados.  A veces, el problema no es la falta de amor sino el no saber expresarlo.  Debemos educar el amar, para aprender a amar y a ser amados

Educación de la moralidad: Todos somos honestos, justos… pero en potencia que hay que educar: aprender a respetar, a ser considerado, prudente, generoso, responsable, laborioso, agradecido, fuerte...  Las virtudes son muchas y, en la medida que no las actualizamos, se actualizan los vicios que también son hábitos: deshonestidad, injusticia, irrespetuosidad, desconsideración, imprudencia, irresponsabilidad, flojera, ingratitud, debilidad…  

Educación de la sociabilidad: Cada uno de nuestros actos afecta a los demás: Somos hijos de…, amigos o enemigos de…, vecinos de…, profesor o alumno de..., jefe o subordinado de…, ciudadanos de… y todo ello hay que aprender a serlo.  Aprender a compatibilizar en forma justa el bien personal con el bien común que, si es verdadero bien, perfecciona a todos y a cada uno de los integrantes de un ámbito social.  Aprender a convivir en paz que es armonía, proporción y justicia que es equidad.  Aprender a dar y recibir lo justo: no más ni menos de lo que se debe.  Aprender a cumplir con el deber para tener derechos, pues donde todos piden derechos, pero nadie cumple con su deber no se puede vivir; como tampoco a la inversa.

                La sociabilidad es un tema de gran interés educativo: educación para la convivencia familiar, educación ciudadana, educación para la convivencia escolar, educación para la convivencia en diversidad.

 

Educación de la intelectualidad: Debemos educar nuestro entendimiento, discernimiento; nuestra capacidad de encuentro con la verdad real y con la expresión de la misma, aprender a indagar y a enseñar la verdad aprender a expresarla sin desvirtuarla. Tema sobre el cual algo más vislumbramos en la perspectiva epistemológica de la educación.

 Educación de la esteticidad: Debemos aprender a descubrir, admirar y gozar de la belleza de la naturaleza y de la obra de arte; de la belleza del ser personal… Aprender a cultivar la belleza natural y artística… 

Educación de la transtemporalidad: Nuestro tiempo no es lineal: No son lo mismo 5 minutos en la antesala del dentista, en un examen difícil, en una celebración o junto a quienes amamos… Nuestra existencia es biográfica: hay personas que pueden haber vivido mucho tiempo y no haber realmente “vivenciado nada” … Nuestra existencia se va construyendo con aprendizajes que van formando parte del tesoro acumulado a modo de recuerdos… Pero debemos aprender a distinguir entre lo que hay que atesorar y lo que hay que poner en la bolsa de la basura y desechar: no anclarse en el pasado que pasó, sino mirar el futuro para en el presente hacer proyectos: quién quieres ser, cómo lo serás, qué deberás entonces hacer, No vaya a suceder que llegados al final de nuestra vida actual… nos demos cuenta que, realmente, no hemos vivido por olvido de nosotros mismos y no descubrimiento de quienes debíamos amar.  

Educación de la transespacialidad: Aprender a habitar el espacio, a transformarlo en ciudad, en hogar, escuela, universidad…  Tema importantísimo y tan dejado de lado por los profesores.  No sólo necesitamos un espacio donde estar, sino que necesitamos un lugar para realizarnos, hacerlo nuestro, que nos exprese.  Cuando digo “hacerlo nuestro”, no me refiero a un nuestro de propiedad sino de vínculo, de compromiso, de amor.  Ese nuestro –y vuelvo al Principito- de la rosa que es única porque tú la cultivaste, a ella dedicaste momentos de tu vida; el mismo nuestro cuando con nostalgia echamos de menos “mi casa”, “mi barrio”, mi ciudad”, “mi país”, “mis amigos...”  No se trata de “tener” una casa sino de educarse para ser capaz de formar un hogar; construir un pueblo, una ciudad, un país, una escuela, una plaza… 

Educación de la religiosidad: Debemos educarnos para distinguir ignorancia de misterio.  De las ignorancias, el hombre puede salir por sí mismo; de los misterios no; pues nos referimos a preguntas por el antes y después de esta vida.  ¿Por qué y para qué fuimos creados? ¿Existe el Bardo? ¿Por qué nacimos precisamente aquí, en esta familia y tiempo?   Cada religión tiene sus creencias; cada persona las tiene… Lo importante es estar consciente de ello e insisto: respetarnos.   Todo credo que saca a luz lo mejor de ti, es muy respetable.  Por supuesto, el estudio de esta dimensión es extenso complejo; su educación,  lo es más.

 


CONFUSIONES QUE DESORIENTAN LA VIDA INTELECTUAL

 CONFUSIONES QUE DESORIENTAN LA VIDA INTELECTUAL

El hombre actual corre entre las cosas; sin tener tiempo para detenerse ante ellas ni ante nadie; tampoco ante sí mismo. Ad-mirar la perfección de un ser, requiere de un espíritu en paz, capaz de amar, esto es, capaz de ir al encuentro de una realidad y acogerla sin otro propósito que gozar de su presencia, del despliegue de su ser.  Amar, entender, requieren de un ser capaz de dar de sí mismo, dedicarse a… y no ser un mero y compulsivo usuario de realidades que, sólo desea dominarlas, para sacar provecho, poder.  Se supone que quienes se dedican al saber, en cualquiera de sus formas, son personas amantes del universo que, por ese mismo amor, desean descubrirlo para cooperar con su cultivo.  Pero, desgraciadamente, no es así.   El hombre hace proyectos y ellos son reducidos a intereses utilitarios: dinero, poder social, político, económico, sexual...; en fin, poder.  El afán de poder es simbolizado con el signo dinero: Se apoyan sólo las investigaciones por las que entran divisas; se valoran las profesiones por el estatus económico social al que dan acceso; los artistas popularizan el arte para hacerlo vendible, los medios de comunicación vulgarizan el lenguaje, los programas académicos exigen bibliografía sólo de los últimos años y no para estar actualizados respecto de los avances sino porque se rebajan sus contenidos a generalidades o datos del momento; por lo tanto, rápidamente cambiables; lo esencial y fundamental es dejado de lado, por lo cual ya no interesa el saber de los principios; las relaciones afectivas se saben superficiales e inseguras, por lo que se evitan los compromisos y los “para siempre”, se cambian por los “hasta que dure”…  Toda esta situación, surge de tres desviaciones que corroen la vida del intelectual: positivismo, historicismo y pragmatismo.

Positivismo o materialismo metodológico: La búsqueda de la verdad exige saber acercarse a la realidad interrogada.  Si el método o técnicas elegidos para este acercamiento, no son adecuados a la naturaleza de esa realidad, la verdad real quedará oculta al entendimiento.  A veces, obsesionado el científico por la perfección del método en sí mismo, hará uso de él, aunque ello signifique que desfigurará la realidad... No es la realidad la que debe adaptarse al método de indagación sobre ella, sino el método debe ser el adecuado a ella.  El mejor de los microscopios no te sirve para descubrir el temor de alguien, como tampoco te sirve medir la magnitud del llanto para saber de su pena.

Precisamente, una de las confusiones más comunes es creer que el saber científico se define por el método que utiliza y no por la perspectiva desde la cual investiga el universo y por la profundidad de su conocimiento.   El positivismo o materialismo metodológico es ejemplo de esta confusión: Reduce la realidad y la ciencia sólo al estudio de lo “observable, cuantificable, experimentable”, porque es lo único que con ese método puede “capturar” o “dominar”  y ello es lo material. (También es llamado positivismo, pues “possitum”, en latín, significa: hecho o dato observable).

Historicismo o relativismo: El científico confunde la realidad –por lo tanto, la verdad real- con el conocimiento que él tiene de ella o con la perspectiva desde la cual la mira. Cuando el paciente va al oftalmólogo y el médico examina sus ojos, si se trata de un buen profesional, estará consciente de que su mirada estará captando tan sólo un aspecto orgánico y que su indicación “Usted quedará ciego”, tendrá distinto alcance para esa persona; dependiendo de su historia personal y familiar, profesional y laboral, edad y estado integral de salud, situación económica, reciedumbre moral y religiosa…  Saber que estamos observando un aspecto de la realidad; ya que cada realidad es un todo; evitará que caigamos en la confusión propia del relativismo que afirma “la verdad depende de cada cual” o “todo depende del cristal con que se mire”.  La verdad real no depende de cada cual, pertenece a la realidad; distinto es decir que sólo conocemos un aspecto de ella o que “creíamos” que algo era verdad pero, precisamente la realidad, se encargó de demostrarnos la “falsedad de nuestro pensamiento”.   A esta confusión se le llama historicismo porque el científico confunde la realidad verdadera con la historia de sus aciertos y errores que son “relativos” a sus propios límites.

Pragmatismo o utilitarismo: Prágmata significa “acción, hecho, útil”; reduce lo verdadero a lo útil y considera que la verdad del conocimiento se encuentra precisamente en aquello que tiene un valor práctico para la vida. El pragmatista confunde valor con utilidad; pues para él sólo es valioso lo que le sirve para algo.  Tengamos presente que valor es la real perfección de ser de algo y que nosotros podemos, además, elevar al rango de valioso a ciertas realidades que personalizamos.  Así, por ejemplo, el escritorio en que escribía sus poemas Gabriela Mistral o una blusa que fuera de ella, hoy son “piezas de un museo nacional.  Como tales, no pueden ser usadas sino sólo contempladas.  En cuanto las personas son tales, no pueden ser consideradas cosas, esto es, medios que son para obtener algo que es superior al medio.  Un lapicero es un medio que sirve para escribir; lo importante es  la finalidad del medio: escribir.  Si el lápiz no escribe, lo desechamos o vemos qué otra utilidad podemos darle pues, por sí mismo, no lo consideramos.  Una persona puede prestar muchos servicios a una comunidad; sufre una enfermedad que le impide seguir colaborando; por el contrario, debe ser ella ahora atendida.  Con la persona, no podemos tener la misma mirada que con el lápiz: si no es útil, se la bota.  El utilitarista, sin embargo,  sólo da valor a lo útil; por ello, no considera la búsqueda del saber por sí mismo, sino sólo en cuanto reporta beneficios también útiles.